Pedro González | 31 de enero de 2020
La futura relación UE-Reino Unido no va a ser fácil. El proyecto europeo tendrá que optar entre ser una gran potencia global o desaparecer.
¡Qué paradoja! El Imperio británico, que tantas veces hubo de arriar su bandera al conceder la independencia a sus numerosas colonias, se aprestaba a vivir la jornada del 1 de febrero de 2020 como si fuera la de su propia emancipación. El Gobierno de Boris Johnson había ordenado e instado a que la enseña de la Union Jack ondeara en millares de edificios e instalaciones públicos, a lo largo y ancho de todo el Reino Unido, ya sin la compañía de la azul con la corona de doce estrellas de la Unión Europea. Se trata de subrayar que el brexit era eso: recuperar la soberanía, supuestamente arrebatada por Bruselas, para volver a ser dueños de su destino.
Con ese lema ganaron los partidarios de divorciarse de la UE, proceso que pone fin a 47 años de una agitada convivencia. Durante ese periodo, el Reino Unido contribuyó, sin duda, a convertir el espacio europeo en el sueño de miles de millones de africanos, asiáticos y latinoamericanos. También, obviamente, se benefició de las grandes ventajas de un mercado único de más de 500 millones de ciudadanos, consiguiendo de paso que Londres se afianzara como primera capital financiera del mundo.
Se han analizado hasta la saciedad los pormenores de aquel referéndum, convocado por David Cameron, con el objetivo primario de consolidar su poder en un alborotado Partido Conservador. Jugó con fuego y se achicharró, quemando de paso muchos de los grandes planes de futuro de no pocos británicos y de la inmensa mayoría del resto de los europeos. Curiosamente, fueron los británicos más ancianos y rurales los que propiciaron el resultado final, olvidando que el proyecto de la UE fue la respuesta pacífica a las dos gigantescas carnicerías del siglo XX que ellos mismos vivieron. Los británicos más jóvenes, nacidos al fin y al cabo ya como europeos en el mejor de los mundos, se dejaron llevar por la pereza de no acudir a votar, de forma que cuando quisieron rectificar era demasiado tarde.
What I will be doing when we leave the EU at 11pm this Friday. #PeoplesPMQs pic.twitter.com/KrQ4C2f6Oe
— Boris Johnson (@BorisJohnson) January 29, 2020
Ahora, como en su día ocurriera con las colonias británicas tras su independencia, al Reino Unido le toca desarrollar esa supuesta total soberanía cedida a Bruselas, sinónimo de odiada metrópoli. Mientras, la UE ya abandonada pierde los más de 10.000 millones de euros netos anuales con los que el Reino Unido contribuía a los diferentes capítulos del presupuesto. Queda también amputada del 16% del PIB y del 13% de su población, además del peso, prestigio e influencia internacional que le aportaba Londres.
A cambio, la UE se libera de la indiscutible rémora que el Reino Unido significó en capítulos tan decisivos para la construcción europea como la armonización fiscal, las políticas sociales y la elaboración de una auténtica industria común de la Defensa, apoyada a su vez en unas fuerzas armadas europeas progresivamente más integradas.
Acordar los detalles de la futura relación UE-Reino Unido tampoco va a ser fácil. Los Veintisiete, que durante la negociación del brexit actuaron con una solidez y unidad impecables, quieren testar las supuestas buenas intenciones de Londres en compromisos sobre derechos laborales, de pesca, ayudas de Estado, patrones medioambientales o la cooperación industrial y tecnológica.
El Reino Unido esgrimirá, a su vez, su potencia en cuanto a los servicios financieros, exigiendo el mantenimiento del pasaporte europeo para seguir operando en toda la UE, y no es arriesgado aventurar que dejará sobrevolar la amenaza de convertir a Londres en un paraíso fiscal capaz de manipular desde la City gran parte de la economía de la UE, capaz de derribar empresas o sectores enteros.
El mismo proyecto europeo, ya sin el Reino Unido, tendrá que optar, y además rápidamente, entre ser una gran potencia global o desaparecer. Si elige la primera opción, los dirigentes europeos habrán de dejarse de zarandajas y acelerar a fondo la construcción europea. Si no toman decisiones drásticas, es probable que el edificio se resquebraje.
Vamos a asistir, sin duda, a una curiosa carrera de medio fondo: la que van a librar ambas partes por demostrar uno, el Reino Unido, que solo y soberano se vive y se prospera mejor; la otra, la UE, por hacer cada vez más patente que fuera de su seno hace mucho frío. Porque, si Boris Johnson arguyera con datos ciertos (no los falsos a los que acostumbra) que a los británicos les va mejor, los euroescépticos, ultranacionalistas y antieuropeos que han surgido en todo el continente exigirían sus propios referendos de salida. Ofensiva en la que contarían con los muchos enemigos exteriores que aspiran a ver eliminada del mapa geopolítico mundial a una UE potente e influyente, no solo por la fortaleza de su economía sino sobre todo por la de los valores y libertades que proclama su acervo.
La estrategia del peculiar primer ministro se reveló triunfadora, al dar con la clave emocional de la mayoría de los británicos: el hartazgo de una situación que no permitía avanzar en ninguna dirección.
El «premier» británico no ha logrado el respaldo necesario de dos tercios en la Cámara de los Comunes para disolver el Parlamento y fijar la cita electoral el 15 de octubre.